¿Puede el triunfo llegar a parecerse al infierno?
El éxito puede -y eso se da en el común de los casos- abarcar en su totalidad a la vida pública y lesionar o herir de forma irreversible a la vida privada. Este es el punto central que hay que aprender a manejar, para no enfermar, verdaderamente. Si para triunfar, debemos perjudicar a los seres que nos rodean y pagar luego esas consecuencias con boomerangs inevitables o con la intranquilidad de nuestra propia conciencia, el triunfo inicial terminará siendo una carga pesada e insalubre.
La parte medular de la cuestión es saber si ganar nos hará bien, nos mantendrá equilibrados internamente y nos hará sentir dignos y libres. Ese es el nivel justo por donde debe pasar una sana competencia y la i colocación adecuada en una cierta jerarquía social. ¿Cómo disfrutar la propia victoria cuando, a través de ella nos privamos también de cierta estima o hasta del amor? Para no atravesar por estos conflictos, es necesario saber qué significa en su auténtico sentido una competencia y por qué y para quién queremos nosotros competir.
Si aprendimos bien el ejercicio de conocernos internamente, sabremos cuál es nuestra naturaleza y, consecuentemente, cuál será nuestro comportamiento. En muchas otras circunstancias, la posibilidad de un triunfo significa dar un paso más allá de la existencia rutinaria de todos los días, y ese paso, la mayor parte de las veces, genera miedo. Este caso suele darse muy frecuentemente entre los tenistas profesionales. Si un jugador juega diez partidos en el año contra otro y pierde siempre, cuando llegue el partido número once, aunque ahora vaya ganando por varios games de diferencia, sólo en los tantos finales se verá si consigue superar el miedo a vencer. El miedo a que todo sea distinto a como fue hasta ahora: la copa en lugar de la frustración, los aplausos en lugar de la indiferencia, el discurso final frente al público en lugar de la soledad del vestuario.
El éxito puede -y eso se da en el común de los casos- abarcar en su totalidad a la vida pública y lesionar o herir de forma irreversible a la vida privada. Este es el punto central que hay que aprender a manejar, para no enfermar, verdaderamente. Si para triunfar, debemos perjudicar a los seres que nos rodean y pagar luego esas consecuencias con boomerangs inevitables o con la intranquilidad de nuestra propia conciencia, el triunfo inicial terminará siendo una carga pesada e insalubre.
La parte medular de la cuestión es saber si ganar nos hará bien, nos mantendrá equilibrados internamente y nos hará sentir dignos y libres. Ese es el nivel justo por donde debe pasar una sana competencia y la i colocación adecuada en una cierta jerarquía social. ¿Cómo disfrutar la propia victoria cuando, a través de ella nos privamos también de cierta estima o hasta del amor? Para no atravesar por estos conflictos, es necesario saber qué significa en su auténtico sentido una competencia y por qué y para quién queremos nosotros competir.
Si aprendimos bien el ejercicio de conocernos internamente, sabremos cuál es nuestra naturaleza y, consecuentemente, cuál será nuestro comportamiento. En muchas otras circunstancias, la posibilidad de un triunfo significa dar un paso más allá de la existencia rutinaria de todos los días, y ese paso, la mayor parte de las veces, genera miedo. Este caso suele darse muy frecuentemente entre los tenistas profesionales. Si un jugador juega diez partidos en el año contra otro y pierde siempre, cuando llegue el partido número once, aunque ahora vaya ganando por varios games de diferencia, sólo en los tantos finales se verá si consigue superar el miedo a vencer. El miedo a que todo sea distinto a como fue hasta ahora: la copa en lugar de la frustración, los aplausos en lugar de la indiferencia, el discurso final frente al público en lugar de la soledad del vestuario.